La ciudadanía y el desarrollo democrático tienen como uno de sus factores clave a la educación. Como quiera que se los entienda, ambos se cimientan tanto en los valores y competencias de los individuos, como en las prácticas de cooperación y conflicto que caracterizan sus acciones colectivas y las instituciones que establecen a través de medios políticos. Desde cualquiera de estas perspectivas, la secuencia formativa de seis, diez o doce años que ofrece la escolaridad obligatoria en los diferentes países de América Latina tiene una importancia alta. Es aquí donde las implicancias prácticas de distintos conceptos de libertad y autoridad se conjugan por vez primera, así como se accede a visiones de sociedad, la ruptura con la incondicionalidad del hogar y el acceso a un nosotros, amplio o restringido, que es base de la vida cívica (Crick, 2003; Peña, 2007). En efecto, la institución escolar provee la primera oportunidad del encuentro sostenido con un otros, real o imaginado, más amplio que la familia y la comunidad inmediata; al hacerlo, provee la más básica de las condiciones para la cooperación entre los diferentes, que, desde Aristóteles, es la marca distintiva del método político de construcción de orden (Crick, 1962).